Centrar el discurso de mi interlocutor hubiera sido algo imposible. Dragonera. Belaiki. Sales de frutas. A los locos les encantan las sales de frutas. Burbujitas de absoluto placer. Convenzo a la enfermera para que deje que me quede quince minutos más. No obtengo datos ni averiguaciones concretas, confirmo las dos suposiciones que ya traía conmigo: Primera, que Raquel mantenía con los hombres el mismo tipo de relación que yo tengo con las drogas y, segunda, que Víctor habría sucumbido ante la belleza y el intelectualismo moral de mi querida madre mucho antes incluso de haberle tocado un solo dedo. Así que otra vez vuelvo a transitar esta vía muerta. Un lugar común de los amantes de Raquel.
Víctor Bonate, lacaniano, me certifica post mortem el carácter abandónico, histriónico y finisecular de maman en una sala de estar que ofrece al visitante la calidez y hospitalidad de un depósito de cadáveres. Me relata, entre humores, cómo el marido de Raquel, cansado de dar balones de oxígeno, dinero y afecto, presentó a ésta, un mes antes del trágico accidente, la petición de divorcio a través del enrejado que separa la Universidad Provincial del centro de cuidados intensivos donde él hacía sus prácticas de enfermería. Yo hago esfuerzos por imaginar. Víctor, un joven y apuesto estudiante, o lo que los militares han dejado de su cuerpo aún adolescente, intentando calmar las miserias y desiderios genitales de Raquel. Más adelante llegué yo, pero a los pocos meses desaparecí junto a Beñat. Tras la Revolución Víctor pasó a formar parte de la Policía Religiosa. Renovarse o morir. Lo importante era fingir el ardor ascético de los Hijos de la Patria, cumplir las órdenes, evitar polémicas, complicaciones. Era un trabajo agradable. Al fin y al cabo sus operaciones se habían reducido en la mayoría de los casos a recorrer los centros comerciales de Rosario: controlar baños públicos, cafeterías y probadores. Luego se pusieron más duros. Pedían alguna identificación o, si la tarde no ofrecía entretenimiento alguno, amputaban las cabezas y los brazos a los impúdicos maniquíes de los escaparates, en su absurda batalla contra la desnudez.
Al contrario de la muerte de mi madre, su paso por la Policía Religiosa no parece haberle afectado lo más mínimo. Sin ningún tipo de remilgos, y con toda naturalidad, Víctor me cuenta cómo Raquel había concebido su boda con Beñat como una forma para escapar de la abrumadora influencia de mi abuela Marina, empecinada en preservar por todos los medios su virginidad. La pista de baile de un hotel en Aguascalientes fue el lugar elegido para la apresurada ceremonia que decaería, nueve años después, en un todavía más apresurado funeral.
détournement

–Es usted Víctor, ¿verdad?... Alberto Neira, una visita.
Un atisbo de estupor surca su boca. Es asqueroso. Decadente. Es imposible que me reconozca. Me mira fijamente como si quisiera justificar su decrepitud a través de mi desobediencia. No puede ocultar que está cansado. Debí venir por la mañana. ¿Puede ser que me haya reconocido? Víctor (más bien lo que queda de él) deja escapar una sonrisa verdeazulada y humeante.
–Disculpe –me mira de arriba abajo, sus ojos parecen lanzar un destello de conmoción, un pequeño simulacro de vida. Escupe. A decir verdad sus ojos no lanzan ningún tipo de destello, están nublados, ciegos, desposeídos de toda emoción–, no le conozco. ¿Me busca a mí?
–Vengo a ver a Víctor Bonate. Usted es Víctor Bonate.
–No, no, no, no hay ningún problema, pero ¿qué apellido ha mencionado usted? –se lleva la mano al estómago, como si le doliera.
–Me ha reconocido, ¿verdad? Cuando entré en la sala. Se me quedó mirando. ¿Sabe quién soy?
Vuelvo a presentarme. Automáticamente se pone a teclear frenéticamente en una máquina de escribir hecha de papel y cartón que hay sobre la mesa. Está fuera de sí. Decido seguirle la corriente.
–¿Carácter de la Misión?
–Secreta –respondo–. Es una Misión Especial.
–¿Y cuál es el propósito de su misión?
–De momento es un misterio. Alguien me dijo que tendría que informarme aquí.
–Un misterio desvelado sigue siendo un misterio –escupe–. El ojo clínico del profesional puede despojar el mensaje cifrado de su disfraz. Pero, ¿qué hay debajo del disfraz? ¡debajo del disfraz hay otro disfraz! De forma interminable. Inagotable –al pronunciar “inagotable” mira a su alrededor como si hubiese articulado una palabra prohibida. Continúa, tapándose los labios–: El profesional atravesará diferentes capas, diferentes niveles y estratos, cada vez más inaccesibles, más profundos. Sin límites ni fondo. Es algo más que un viaje peligroso: es un viaje interminable, ¿entiende? Sin fin –hace una señal con la mano para que me agache y acto seguido se mete debajo de la mesa. La enfermera, sin llegar a perturbarse, levanta la mirada de su revista y nos observa circunspecta desde el otro lado de la sala. Antes de darme cuenta ya estamos conversando a cuatro patas bajo el escritorio.
Me habla acerca de un niño taciturno y callado que correteaba por los jardines de la clínica los días de visita, con pantaloncitos cortos y el pelo cortado a tazón. Otro escupitajo gris perloso. Siempre tras las faldas de una nodriza de piel negra como el tizón. Cuánto has crecido, me dice. Te perdí la pista más o menos cuando tenías nueve años, desapareciste junto a Beñat, el banco devolvía los recibos, las misivas de tu padrastro dejaron de llegar. Se tapa la cara con un pañuelo limpio. Parece que vaya a echar las vísceras. Se incorpora.
–Es una misión difícil y complicada... –un estertor lo atraviesa de arriba abajo. Vomita sobre mis zapatos.
–Por supuesto...
–Más bien un poco... particular. Perdone, ¿cómo decía que se llamaba?
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ripping karan
El calor del cigarrillo empezaba a quemarle los dedos y lo apagó en los restos del desayuno. Hacía tiempo que no se sentía así, atiborrada de felicidad. Dio un respingo llena de emoción sin soltar la nota y cogió el teléfono. No había línea. Se había olvidado. Había cortado la línea. Tras echarle un último vistazo, terminó de memorizar el cuadradito de papel, lo dobló cuidadosamente y se lo tragó. Afuera el canto de la cigarra se expandía como el cólera o la peste sobre París.
Pensó, mientras rumiaba el estilo epistolar de Karan, en aquellos documentales rusos que se hacían en la década de los diez sobre ciertos experimentos biológicos japoneses tras la bomba de Hiroshima, variaciones más o menos abyectas de Philosophy of a Knife de Iskanov, que sus padres le llevaban a ver, de pequeña, en el cine comunal: montajes en los que se prefiguraban laberintos irresistibles para la mente absorta en imágenes de cuerpos tumefactos, muertos o medio fallecidos. Entonces reparó otra vez, aunque más bien lo estaba percibiendo como la primera, del crimen sentimental y sexual que había perpetrado ella solita en aquella casa. Por primera vez (y ésta lo era sin lugar a dudas) había infringido el mayor dolor. Era consciente. El ataque metálico de la cigarra consiguió excitarla de nuevo, recordó aquel dildo electroacústico que tuvo la oportunidad de probar en Tokio las navidades pasadas. Afuera el sol estaba en su cenit, le esperaba una hermosa tarde de verano para ella sola. Era una puta lesbiana mujer libre y sabía manejarse por sí misma. Aún sentía la quemazón entre sus dedos, entre las piernas, en los pliegues y ondulaciones de la carne. En el reverso Karan había apuntado la dirección del hotel y un número de cuenta, asociado a un código y a ninguna traba, que acabaría por devolverle sus vacaciones, evitándole estorbos, posibles incomodidades. Pero ella era consciente, y se bastaba por sí misma. La muerte no era más que una artificiosa afección laica, una pseudoicteria provocada por la ingesta de ácido pícrico en la Gran Guerra de 1917.
Puso el canal local. Lo de siempre: la prima Ali recomienda Plumisodio, hará que las células cutáneas se regeneren por medio de un masaje dérmico. Entrará en el sorteo de un pequeño autómata de bolsillo, y un kit de baño Siemens especialmente pensado contra la sequedad vaginal. Esa misma tarde cogería el autobús de la playa, se llevaría a Turek. Escogerían juntos una nueva víctima. El ritual de todas las semanas. Aunque lo primero ahora iba a ser plastificar a aquella desgraciada, a aquel ángel troceado. Lo segundo, limpiar sus plumas y su sangre.
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canne
El speed provocó la caída en picado de mis niveles de serotonina, dejándome profun- damente trastornado. Fue así de fácil. Un amor instantáneo. Dos pollas que se frotan mortecinas y arrugadas. Dos cuerpos que han entretejido la náusea en un colchón antediluviano salpicado por la mierda, el sudor embrionario y la luz que el mediodía motea sobre ellos, irradiando el miedo al colapso a través de las sábanas. Le llamé cínico. Qué idiota. Antes de darme cuenta ya se habría marchado. Siempre discutíamos llegados a este punto. Era incapaz de satisfacer completamente este ansia feroz que saturaba lo que horas antes había sido un calmo y reconfortante vacío. Mi vacío interior: un pozo sin fondo de anhelos y necesidades. Mi vacío interior. Es como haber nacido con una mano zamba radial que tan sólo un servidor puede ver. Me cuelga un tercer bracito, un bracito interfecto, inútil, extraterrestial. He sobrellevado mi deformidad recordándome que únicamente era evidente para mí. Miro a este chico a los ojos. Sé que ha intentado ser un amante complaciente. Decido dejarle marchar, sin violencia. Seguramente todo esto hubiera desembocado tarde o temprano en un cuadro obsesivo-compulsivo similar a los que padecía maman.
Maman enloqueció cuando yo tenía doce años. Entonces los médicos pensaron que su desorientación con respecto a la edad, así como ciertos delirios auditivos y olfativos, podían ser el indicio de una esquizofrenia paranoide tempranamente asimilada y postergada por su familia, de la que no había quedado ni una sola rama del árbol genealógico sin afectar por la locura desde los tiempos de Pedro el Ceremonioso. Su conducta ya fue tildada insecticidamente por mi abuelo desde la adolescencia aunque, por lo poco que escuché, yo nunca hubiera imaginado nada, aparte de las rarezas y caprichos atribuibles a cualquier personaje femenino que more una novela de Flaubert. Lo cierto es que intentaron ayudarla, pero el coma insulínico, los shocks medicamentosos y eléctricos no pudieron evitar que saltara al vacío desde la azotea de un edificio residencial cierta mañana radiante de 1996. Se me ocultó la noticia hasta los primeros días de febrero de 1997, y el encargado de dármela fue el padre Amador, durante una excursión del colegio católico a una procesadora cárnica en algún lugar al sur de Portugal.
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Billboard's Disco Hotlist, October 1977
1- I Feel Powerless by William Gaymore
2- Murder by Trannies by Samantha Cheekbone
3- (Can't Get Enough of That) Sweet Ass Sweatin by Ray Rumano
4- It Feels Great! by The Green Dildos
5- No Need to Read "Burda" by Dinah Lafoyette
6- Straight to Pavito's by William Carlos Ostias Martins
7- Kiss Me, You Fool! by The St. Marcus Boys Choir
8- Nursing Home Boogie by The Golden Sweeties
9- Clean Up My Act by The Brillo Pads
10- Take Me Down to Mamerto's by Bobby Sue PerónLabels: hotlist
il minuto giallo (II)

Minuto 8:30 aprox. La medium sabe demasiado. El asesino se prepara para matar una vez más. Un riff barroco obsesivo acompaña las imágenes, una serie de travellings concéntricos en macro que revelan los adminículos "de rigueur", la iconografía ritual del crimen: Un muñeco de lana roja con alfileres clavados en cuello y pecho, un atroz dibujo infantil, un juego de abalorios trenzados, el pequeño bebé de plástico en pose fetal que el asesino coge repentinamente con una mano enguantada... Entonces la música sube de volumen, en un crescendo apoteósico. He aqui al Objeto del Deseo, un enorme puñal de mango nacarado que la cámara exhibe sin pudor de una punta a la otra en toda su fálica gloria, el alter ego que penetrará la carne y quebrantará el hueso hasta la misma agonía orgásmica. La escena culmina con un gigantesco primer plano de un ojo siendo delineado en negro con un trazo desmesurado; últimos preparativos para la transfiguración. El individuo ignoto e inofensivo, aquel oficinista obscuro trocado en esta némesis salvaje y travestida solo por obra y gracia de lo sublime de su deseo.