El calor del cigarrillo empezaba a quemarle los dedos y lo apagó en los restos del desayuno. Hacía tiempo que no se sentía así, atiborrada de felicidad. Dio un respingo llena de emoción sin soltar la nota y cogió el teléfono. No había línea. Se había olvidado. Había cortado la línea. Tras echarle un último vistazo, terminó de memorizar el cuadradito de papel, lo dobló cuidadosamente y se lo tragó. Afuera el canto de la cigarra se expandía como el cólera o la peste sobre París.
Pensó, mientras rumiaba el estilo epistolar de Karan, en aquellos documentales rusos que se hacían en la década de los diez sobre ciertos experimentos biológicos japoneses tras la bomba de Hiroshima, variaciones más o menos abyectas de Philosophy of a Knife de Iskanov, que sus padres le llevaban a ver, de pequeña, en el cine comunal: montajes en los que se prefiguraban laberintos irresistibles para la mente absorta en imágenes de cuerpos tumefactos, muertos o medio fallecidos. Entonces reparó otra vez, aunque más bien lo estaba percibiendo como la primera, del crimen sentimental y sexual que había perpetrado ella solita en aquella casa. Por primera vez (y ésta lo era sin lugar a dudas) había infringido el mayor dolor. Era consciente. El ataque metálico de la cigarra consiguió excitarla de nuevo, recordó aquel dildo electroacústico que tuvo la oportunidad de probar en Tokio las navidades pasadas. Afuera el sol estaba en su cenit, le esperaba una hermosa tarde de verano para ella sola. Era una puta lesbiana mujer libre y sabía manejarse por sí misma. Aún sentía la quemazón entre sus dedos, entre las piernas, en los pliegues y ondulaciones de la carne. En el reverso Karan había apuntado la dirección del hotel y un número de cuenta, asociado a un código y a ninguna traba, que acabaría por devolverle sus vacaciones, evitándole estorbos, posibles incomodidades. Pero ella era consciente, y se bastaba por sí misma. La muerte no era más que una artificiosa afección laica, una pseudoicteria provocada por la ingesta de ácido pícrico en la Gran Guerra de 1917.
Puso el canal local. Lo de siempre: la prima Ali recomienda Plumisodio, hará que las células cutáneas se regeneren por medio de un masaje dérmico. Entrará en el sorteo de un pequeño autómata de bolsillo, y un kit de baño Siemens especialmente pensado contra la sequedad vaginal. Esa misma tarde cogería el autobús de la playa, se llevaría a Turek. Escogerían juntos una nueva víctima. El ritual de todas las semanas. Aunque lo primero ahora iba a ser plastificar a aquella desgraciada, a aquel ángel troceado. Lo segundo, limpiar sus plumas y su sangre.
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