
Víctor Bonate, lacaniano, me certifica post mortem el carácter abandónico, histriónico y finisecular de maman en una sala de estar que ofrece al visitante la calidez y hospitalidad de un depósito de cadáveres. Me relata, entre humores, cómo el marido de Raquel, cansado de dar balones de oxígeno, dinero y afecto, presentó a ésta, un mes antes del trágico accidente, la petición de divorcio a través del enrejado que separa la Universidad Provincial del centro de cuidados intensivos donde él hacía sus prácticas de enfermería. Yo hago esfuerzos por imaginar. Víctor, un joven y apuesto estudiante, o lo que los militares han dejado de su cuerpo aún adolescente, intentando calmar las miserias y desiderios genitales de Raquel. Más adelante llegué yo, pero a los pocos meses desaparecí junto a Beñat. Tras la Revolución Víctor pasó a formar parte de la Policía Religiosa. Renovarse o morir. Lo importante era fingir el ardor ascético de los Hijos de la Patria, cumplir las órdenes, evitar polémicas, complicaciones. Era un trabajo agradable. Al fin y al cabo sus operaciones se habían reducido en la mayoría de los casos a recorrer los centros comerciales de Rosario: controlar baños públicos, cafeterías y probadores. Luego se pusieron más duros. Pedían alguna identificación o, si la tarde no ofrecía entretenimiento alguno, amputaban las cabezas y los brazos a los impúdicos maniquíes de los escaparates, en su absurda batalla contra la desnudez.
Al contrario de la muerte de mi madre, su paso por la Policía Religiosa no parece haberle afectado lo más mínimo. Sin ningún tipo de remilgos, y con toda naturalidad, Víctor me cuenta cómo Raquel había concebido su boda con Beñat como una forma para escapar de la abrumadora influencia de mi abuela Marina, empecinada en preservar por todos los medios su virginidad. La pista de baile de un hotel en Aguascalientes fue el lugar elegido para la apresurada ceremonia que decaería, nueve años después, en un todavía más apresurado funeral.
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