
El speed provocó la caída en picado de mis niveles de serotonina, dejándome profun- damente trastornado. Fue así de fácil. Un amor instantáneo. Dos pollas que se frotan mortecinas y arrugadas. Dos cuerpos que han entretejido la náusea en un colchón antediluviano salpicado por la mierda, el sudor embrionario y la luz que el mediodía motea sobre ellos, irradiando el miedo al colapso a través de las sábanas. Le llamé cínico. Qué idiota. Antes de darme cuenta ya se habría marchado. Siempre discutíamos llegados a este punto. Era incapaz de satisfacer completamente este ansia feroz que saturaba lo que horas antes había sido un calmo y reconfortante vacío. Mi vacío interior: un pozo sin fondo de anhelos y necesidades. Mi vacío interior. Es como haber nacido con una mano zamba radial que tan sólo un servidor puede ver. Me cuelga un tercer bracito, un bracito interfecto, inútil, extraterrestial. He sobrellevado mi deformidad recordándome que únicamente era evidente para mí. Miro a este chico a los ojos. Sé que ha intentado ser un amante complaciente. Decido dejarle marchar, sin violencia. Seguramente todo esto hubiera desembocado tarde o temprano en un cuadro obsesivo-compulsivo similar a los que padecía maman.
Maman enloqueció cuando yo tenía doce años. Entonces los médicos pensaron que su desorientación con respecto a la edad, así como ciertos delirios auditivos y olfativos, podían ser el indicio de una esquizofrenia paranoide tempranamente asimilada y postergada por su familia, de la que no había quedado ni una sola rama del árbol genealógico sin afectar por la locura desde los tiempos de Pedro el Ceremonioso. Su conducta ya fue tildada insecticidamente por mi abuelo desde la adolescencia aunque, por lo poco que escuché, yo nunca hubiera imaginado nada, aparte de las rarezas y caprichos atribuibles a cualquier personaje femenino que more una novela de Flaubert. Lo cierto es que intentaron ayudarla, pero el coma insulínico, los shocks medicamentosos y eléctricos no pudieron evitar que saltara al vacío desde la azotea de un edificio residencial cierta mañana radiante de 1996. Se me ocultó la noticia hasta los primeros días de febrero de 1997, y el encargado de dármela fue el padre Amador, durante una excursión del colegio católico a una procesadora cárnica en algún lugar al sur de Portugal.
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