
Habían terminando. Se notaba claramente desde lejos. Allí, sentados en el banco de esa plaza desangelada, rodeados de árboles secos y cagadas de perro diseminadas alrededor como fichas de un juego de mesa itinerante y absurdo. Aún no consigo olvidar la expresión en el rostro de la chica, una tumba hierática de desamor y de espanto, perpleja ante un nuevo abanico de posibilidades, todas funestas. Sus pómulos altivos, un baño de lágrimas resplandeciente. Las gafas de montura gruesa le resbalaban por el puente de la nariz y se las acomodaba en una actitud penosamente compulsiva. Él, a su lado, solo fumaba en silencio, impasible frente al dolor ajeno, disfrutándolo quizas o rumiando el propio muy en su interior, incapaz de articular una palabra que justificase tanta tristeza, deseando huir muy lejos de esa tarde, de ese banco rodeado de árboles raquíticos, de ella... No alcancé a ver bien su rostro, una maraña de cabellos rubios le cubría los ojos; pero la amargura era palpable, flotaba en el aire como una peste, me enfermaba por dentro. Fue más de lo que pude soportar, ojalá se entienda. Se levantaron del banco y los seguí en silencio. El alzó su voz en cierto tramo de la caminata, creí distinguir un "puta" articulado con saña, apretando los dientes. Se dirigían a su piso, contiguo al mío. Tantas veces mi insomnio se había poblado de sus risas, sus gemidos orgásmicos me habían colmado de felicidad en tantas ocasiones... Me abrieron la puerta de calle sin decir palabra. El ambiente en el ascensor estuvo denso, se podría haber cortado con tijera. Finalmente en el pasillo, antes de que ella pudiese sacar las llaves de su bolso, antes de que él se llevase todas sus cosas del piso y se marchara para siempre de su vida, les descerrajé un tiro en la cabeza con mi Magnum 32. Es más fuerte que yo. No puedo soportar que la gente sufra por amor.
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Biografía no autorizada de Raquel Neira (estracto)
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La esquela, publicada en The New Yorker esta mañana, reza: “Raquel Neira, the European novelist and essayist who died yesterday aged 71, was a paragon of radical intelligence and austere beauty of whom it was said that, if she had not existed, the New Caledonia Magazine of Books would have had to invent her.” Nunca contrajo matrimonio y sus relaciones, quién sabe de qué tipo, con varios nombres bien conocidos de la alta sociedad bilbaina, resonaron en su día hasta colmar las excelsas cúpulas de L'Ordre des Arts et des Lettres du Biarritz. Nunca habló de su vida social más allá de lo que hubiera hablado acerca de su vida espiritual o sexual, que para su círculo de amistades más cercano terminaba siendo siempre algo demasiado complejo, así como ufanamente predestinado a radicar en lo banal. Lo cierto es que yo siempre la esperaba puntual a su horario de crudités, como un perro en celo, fumando innumerables cigarrillos sobre la cama del apartamento que ocupábamos justo encima de mi consulta. En él escribió sus notas a Feyerabend y Kuhn. ¿Fui yo, acaso, el único hombre al que amó en vida esa puta resarcida, lesbiana y licenciosa, capaz de hacer palidecer al mismísimo Dolmancé?»
Armando Gandiano
"La obsesión de ser Raquel Neira"
Editorial Ilíada
30 € 864 páginas
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A menudo, en sueños, Antonio se desdoblaba en dos o en tres y hasta inclusive cuatro personalidades distintas. En este mismo instante, por ejemplo, se encuentra en el comedor de una gran casona colonial, tomando mate en compañia de su madre. A medianoche...
Conflictos edípicos irresueltos relativos a una fuerte influencia castradora acusan tamaño desfasaje temporal. Al mismo tiempo Antonio esta presente en las dependencias de servicio, dos plantas mas arriba, fregando platos en el agua del water, un más que claro mecanismo reflejo culposo de su adicción al sexo en los baños públicos. En ese preciso momento tambien esta bajando la escalera, munido de sendas maletas, exultante tras haber tomado la crucial decisión de abandonar a su mujer, una jiennense de cincuenta años con problemas mentales y de motricidad que aceptó casarse con Antonio para que éste pudiese obtener la ciudadanía española; tanta es su felicidad que no repara en la sustancia verdinegra y viscosa diseminada a lo largo de la baranda y los escalones inferiores, y que casi lo hace trastabillar. Al llegar al vestíbulo en penumbras, un chasquido seco, una especie de clac clac absurdo lo sobresalta. Una extraña silueta recortándose sobre el marco de la puerta de calle. Enciende la luz del pasillo para ver mejor al intruso. No da crédito a sus ojos. Una criatura crustácea de 1.50 de alto por 2.20 de ancho (contando las pinzas extendidas). Su caparazón esta recubierto de gruesos pelos rojizos. Antonio intenta gritar, pero de su boca solo salen unos apagados sonidos guturales. La criatura, que es de sexo femenino indudablemente, extiende una de sus pinzas hacia su entrepierna y de un limpísimo corte cercena su pene. Ahora si, Antonio grita exhalando el aire con toda la fuerza de sus pulmones. Cuando se despierta en su cama, su mujer todavía sigue allí, con los ojos desorbitados y una enorme tijera de podar entre las manos.
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En ese momento Adán se percató de que Eva, contrariamente a la costumbre de él, siempre sumergía por completo la galleta en el vaso, empujándola tiernamente con la cuchara hasta que esta se rompía blanda y quejumbrosamente, provocando el delicioso espasmo en sus facciones de niña. El éxtasis se veía sucedido por el fin del hechizo, como si ella nunca hubiera sospechado que todo el encanto se acabaría, en su interior, a modo de una macabra intuición que clausurara sus párpados como flores de estaño. Recordó aquellos desayunos en la cama a las diez de la noche en los que él terminaba contándole algo sobre la instrumentación de tal o cual movimiento en una sinfonía de Shostakovich y lo inquieto que se sentía, cuando ella en realidad ya se había dormido casi de aburrimiento sin haber dado siquiera lugar a algo de sexo, incapaz de levantarse para irse al salón a leer algo o a la calle a pasear al perro, abandonándose a los extraños espasmos musculares que, cada vez con mayor frecuencia, le acuciaban en la cama por las noches, impidiéndola dormir. Eran como patadas al aire, en respuesta a algo inconcreto, que daba cuando se veía a si mismo en la oscuridad como algo incompleto y monstruoso, alguien capaz de estrangular a su propia pareja. Él sin embargo comía galletas como en los anuncios de galletas, pensó de madrugada mientras mullía el cuerpo de Eva en el interior del maletero de su coche y dejaba escapar un sonoro y lúbrico pedo, media hora antes de incinerarla en el horno crematorio de la perrera municipal.Labels: killer, microrrelatos