
Habían terminando. Se notaba claramente desde lejos. Allí, sentados en el banco de esa plaza desangelada, rodeados de árboles secos y cagadas de perro diseminadas alrededor como fichas de un juego de mesa itinerante y absurdo. Aún no consigo olvidar la expresión en el rostro de la chica, una tumba hierática de desamor y de espanto, perpleja ante un nuevo abanico de posibilidades, todas funestas. Sus pómulos altivos, un baño de lágrimas resplandeciente. Las gafas de montura gruesa le resbalaban por el puente de la nariz y se las acomodaba en una actitud penosamente compulsiva. Él, a su lado, solo fumaba en silencio, impasible frente al dolor ajeno, disfrutándolo quizas o rumiando el propio muy en su interior, incapaz de articular una palabra que justificase tanta tristeza, deseando huir muy lejos de esa tarde, de ese banco rodeado de árboles raquíticos, de ella... No alcancé a ver bien su rostro, una maraña de cabellos rubios le cubría los ojos; pero la amargura era palpable, flotaba en el aire como una peste, me enfermaba por dentro. Fue más de lo que pude soportar, ojalá se entienda. Se levantaron del banco y los seguí en silencio. El alzó su voz en cierto tramo de la caminata, creí distinguir un "puta" articulado con saña, apretando los dientes. Se dirigían a su piso, contiguo al mío. Tantas veces mi insomnio se había poblado de sus risas, sus gemidos orgásmicos me habían colmado de felicidad en tantas ocasiones... Me abrieron la puerta de calle sin decir palabra. El ambiente en el ascensor estuvo denso, se podría haber cortado con tijera. Finalmente en el pasillo, antes de que ella pudiese sacar las llaves de su bolso, antes de que él se llevase todas sus cosas del piso y se marchara para siempre de su vida, les descerrajé un tiro en la cabeza con mi Magnum 32. Es más fuerte que yo. No puedo soportar que la gente sufra por amor.
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