En ese momento Adán se percató de que Eva, contrariamente a la costumbre de él, siempre sumergía por completo la galleta en el vaso, empujándola tiernamente con la cuchara hasta que esta se rompía blanda y quejumbrosamente, provocando el delicioso espasmo en sus facciones de niña. El éxtasis se veía sucedido por el fin del hechizo, como si ella nunca hubiera sospechado que todo el encanto se acabaría, en su interior, a modo de una macabra intuición que clausurara sus párpados como flores de estaño. Recordó aquellos desayunos en la cama a las diez de la noche en los que él terminaba contándole algo sobre la instrumentación de tal o cual movimiento en una sinfonía de Shostakovich y lo inquieto que se sentía, cuando ella en realidad ya se había dormido casi de aburrimiento sin haber dado siquiera lugar a algo de sexo, incapaz de levantarse para irse al salón a leer algo o a la calle a pasear al perro, abandonándose a los extraños espasmos musculares que, cada vez con mayor frecuencia, le acuciaban en la cama por las noches, impidiéndola dormir. Eran como patadas al aire, en respuesta a algo inconcreto, que daba cuando se veía a si mismo en la oscuridad como algo incompleto y monstruoso, alguien capaz de estrangular a su propia pareja. Él sin embargo comía galletas como en los anuncios de galletas, pensó de madrugada mientras mullía el cuerpo de Eva en el interior del maletero de su coche y dejaba escapar un sonoro y lúbrico pedo, media hora antes de incinerarla en el horno crematorio de la perrera municipal.Labels: killer, microrrelatos
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