Recyclée
Camino por unos suburbios. Ya casi es noche cerrada y los jardines son todos iguales. Los techos a dos aguas se repiten a cada paso que doy, teja sobre teja, hasta que la oscuridad los engulle a todos. Busco la playa, un punto de encuentro nocturno con un grupo de gente no demasiado numeroso, amigos quizás. En todo caso desconocidos ahora. Las casas de piedra me traen vagos recuerdos de un antiguo vecindario en donde el camino es una sola pendiente que se acentúa. Hay una intersección solitaria que se reproduce bloque tras bloque como el fondo de un paisaje sobre la luna trasera de un coche en movimiento, en una película antigua... Me detengo varias calles más abajo. Allí parece haber algún punto, alguna línea divisoria crudamente trazada entre la noche y una tarde menguante pero todavía henchida de energía. La playa aun recibe la luz del sol; el mar brilla opiáceo sobre las aguas marrones. Muchos metros más abajo las olas se agitan gigantescas, pero bajo el insólito resplandor dorado parecen suaves y algodonadas. Nada se oye de su fiero estallido contra las rocas. Bandadas de gaviotas vuelan en círculos peinando la orilla en busca de crustáceos. La marea sube y baja, dibujando una doble línea de costa. En la primera las pequeñas casas caleadas se agolpan en las laderas. La segunda dibuja una hilera de montañas que se agigantan sobre sus sombras alargadas. ¿Quién me espera en el columpio sobre la playa? Su sonrisa es etérea, pero sanguínea. Sugiere la posibilidad de lo implausible. Es un susurro lúbrico, son los miembros abotargados que se estiran en un bostezo que se aleja en la desmesura. Hora del almuerzo.