the standing dead
Esa noche soñó con un cocktail, una recepción informal en un local elegante y bien iluminado, quizá una despedida de soltero, o una fiesta conmemorativa de algún instituto, una peculiar vernisage en donde los comensales envejecían en cuestión de meros segundos, ínfimos segundos tardaban las risas joviales y sardónicas en transformarse en desdentadas muecas de azoramiento, raros peinados nuevos y pelucas de diseño caían inertes al suelo cubriéndolo todo como una alfombra deshilachada y mugrienta, las ropas se ajaban, virando a tonos amarillentos como un efecto fotográfico en una película cutre, una copa estallaba en mil pedazos debido a los cambios bruscos de temperatura, o a la condensación de los gases orgánicos en un recinto cerrado, o al simple hecho de que una mano artrítica la haya dejado caer al suelo, ceguera, y lunares, y verrugas instantáneas distribuyéndose en una onda expansiva concéntrica de decrepitud imposible de eludir que bien podía oponer una explicación lógica, o bien ser producto de un encantamiento fétido por lo que más fuese, la vulnerabilidad, el desamparo en los miembros mustios abriéndose como en racímos bulbosos raquídeos, o alveolares, genitales yermos por donde la sangre apenas irriga y crepita como las hojas secas, una extensión de llanuras mortuorias donde antes brotaban los fluídos almizcles secretados por gozosas glándulas, un abrir y cerrar de ojos, un carpetazo al libro de la vida que acaba con todas las percepciones subjetivas y el miedo a perder el trabajo, y a las tormentas eléctricas, y al hombre que nos tira de las sábanas, y a ese bulto ovalado en el huevo izquierdo, un yunque, una trasposición mastodóntica de sentido que lo convierte todo en un detalle pintoresco en una anécdota ya cerrada, lo que dura un minuto de juventud irreflexiva, lo que tarda un copo de nieve en caer al suelo en una bola de cristal, una miniatura dentro de otra miniatura.
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