. ...hunger!
Definitivamente, nunca hubiera imaginado que se afeitara las pelotas. Quedaba claro que la sensación de tenerle en mi torrente sanguíneo, en el litio de mis glóbulos blancos o navegando en mi colesterol era un puro simulacro, un afecto aplacable únicamente por el hambre. Sabía que no era una relación simétrica. Lo supe desde el primer día que me confundí con su cuerpo entre las redes del tedio, en la primera de las tres o cuatro madrigueras que ocupó en Buenos Aires, entre el Riachuelo y la Dársena Sur. Hijo de puta. Llamémosle C. Llamémosle C, el estudiante chileno, el perro romántico. Yo era una gallega desorientada más de los cafés de Puerto Madero. Solíamos quedar frente al Mercedes Benz del monumento a Juan Manuel Fangio. Permanecíamos horas sentados allí, fumando cigarrillos y bebiendo coca-cola. Rara vez hablábamos. Alguna vez, en el transcurso de nuestros largos paseos por el dique 4, me miraba y su cara parecía alumbrarse aéreamente, a veces me sonreía y metía su mano en el bolsillo de mi chaqueta para tomar la mía o simplemente me abrazaba o se balanceaba en los andamiajes lanzándome visajes de mono borracho. Yo prefería recibir esos momentos sobriamente, sin grandes aspavientos, como quien toma algo prestado, consciente de mi papel en nuestro improvisado teatrillo ambulante y, aunque mi actuación fuera más bien tan forzada como poco profesional, cualquiera nos hubiera confundido con una pareja normal, aunque lo cierto es que apenas llegamos a conocernos. Él bebía agua del surtidor, doblando el espinazo lánguidamente, recogía del suelo una hoja amarillenta y bífida, una polilla del pleistoceno, y entonces me besaba, con su barba todavía mojada y llena de mariposas.
C, el chileno, afeitaba sus pelotas ya de por si tan suaves, tan dúctiles, pese a que su cuerpo lampiño ofreciera al tacto la caricia relente y dura del océano. Sentado su zona lumbar se relajaba, volviéndose un muro infranqueable de pie, y así su espalda parecía encorvarse bajo el peso de los omóplatos y el vientre se adelantaba terso y los codos retrocedían como si las manos tomaran su pecho en el transcurso de un lance patético irreconocible. Sus labios grandes y levemente irregulares, más lobulados hacia su lado izquierdo. La nariz ligeramente torcida, había recibido el impacto de una lata de conservas hacia los catorce o quince años, dejándole una imperceptible depresión también en el lado izquierdo. A pesar de estas dos pequeñas irregularidades, junto un invisible desplazamiento de la musculatura facial, su cráneo resultaba una estructura bastante armónica. Unos ojos brunos, pequeños y afligidos sostenían un par de cejas altamente pobladas y rectas de las que emergía una frente cuya piel, sin apenas arrugas de expresión, era más clara que en otras partes de su cuerpo. Me gustaba besar su frente y sentirla tirante y fría bajo mis labios, mientras él sostenía mi cuerpo indiferente, me hacía recordar el tacto de aquella especie de pelota suiza con manguitos con la que me entretenía a los ocho años en el pasillo de casa, durante aquellos momentos de goce solitario en los que me cuestionaba si podría haber nacido en otra familia o simplemente no haber nacido en absoluto, si podría haber nacido chica o chico, o qué era aquello de la “hiperplasia adrenal congénita” (ya por entonces mis padres habían comenzado a infligirme una intensa terapia quirúrgica y hormonal). Yo me lo tomaba como un juego, un juego de médicos. Mi adolescencia fue un oasis de ardor en mitad de una pista de hielo; mi infancia un largo escalofrío.
Él nunca me acariciaba los senos a pesar de que me los había operado recientemente. Cuando follábamos le gustaba cruzar mis piernas a la altura de los tobillos entre sus manos y sostenerme con el brazo alzado en cada una de sus envestidas. Sólo me follaba analmente. Me gustaba sentir cómo me punteaba rápidamente y luego, casi de aguinaldo, su polla irrumpía ávidamente provocándome deliciosos espasmos para luego explorar mi interior con tranquilos movimientos circulares. Me abría entonces de piernas ampliamente o levantaba la pelvis a la altura de su cintura y dejaba que él disfrutara mirando su polla entregada al vaivén de los acontecimientos; sonreía como un niño y alargaba su mano hacia el bote de popper, que en grandes dosis me producía ataques de risa incontrolables, con el que tan fácilmente nos abandonábamos al olvido ondulado de colocón y sábanas. El sexo era para nosotros algorítmico. El ritmo cardiaco asciende y desciende como ondas en un estanque, como el cableado eléctrico visto durante un viaje en tren. En ese momento no se buscan las partes amadas del otro; se olvidan los pliegues predilectos, el aroma de ingles y axilas, flores oscuras, filamentosas, labios que se cierran una noche de golpe, escudos en alto, con sus espadas de media luna. Una mañana, como en el cuento de Caperucita y el lobo, mientras me penetraba por detrás, sintiéndome despojada ya de todo beso o caricia, pensé en comérmelo. La indecisión dió paso al hambre, a un hambre pertinaz.
Hoy he visto sus pelotas brillar bajo la luz mortuoria del baño, la cuchilla las rasuraba con instruida solemnidad. No estoy capacitado para mantener una relación, mira cómo te trato, me dice. Y yo me quedo despoblada con mis ojos de vaca india, porque creo que estoy enamorada de su carne y no es cuestión de alucinación metafísica, no es cuestión de Descartes ni de Barthes, porque eso sería producir una esfera de pensamiento en la que sólo cupieran los serafines colgantes de la catedral de Sofía. Él prosigue: lo que pueda sentir hacia ti no tiene importancia, no mueve montañas, no me va a ayudar a dejar de fumar. Pienso en sus pelotas rasuradas y lo difícil que es masticar un escroto en crudo, sin cocinar.
Me llamo Auxilio Betancourt y, aunque soy española, soy la madre de la gastronomía argentina. Mi sexo se dejó los dedos en el hogar de los sacrificios humanos. Yo los conocí a todos y todos me conocieron a mí.
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