die glückliche Hand (la mano feliz)

"Las olas del corazón no estallarían en tan bellas
espumas ni se convertirían en espíritu si no
chocaran con el destino, esa vieja roca muda."
Hölderlin
La mano desafortunada fue la izquierda.
El efecto de una ligera sobredosis de lorazepam no es muy diferente al pedo que te proporciona el opio. Mis mejores colapsos los he tenido con sus derivados, pero no hay nada comparable al efecto hipnótico, amnésico y sedativo de la benzodiacepina. Un hombre que duerme. Algo se ha roto. Pero vayamos por partes. Hoy la he visto por primera vez en el jardín. No la he saludado según el protocolo, no hacía falta. Tan sólo le he hecho un comentario soez. Ella se ha lanzado a mi cuello como un perro de presa. La suerte está echada y a mí me ha tocado la sota de bastos. He pensado en hacer una pequeña confesión a la cámara de vídeo, aunque esté a oscuras. He pensado en encenderme medio cigarrillo, pero llevo un rato oliendo a gasolina.
En cierta ocasión, durante una fugaz visita a Enoshima, Ángela me contó que en el colegio tardó mucho más tiempo que el resto de sus compañeras en desarrollar los pechos. Me lo dijo mientras se probaba un bañador en una de las tiendas de la playa. Yo por entonces estaba enamorado de ella y la escuchaba idealizándola. El relato de aquella etapa de su juventud es fácilmente resumible en unas cuantas frases asépticas e intercambiables. Aprendió a ser ignorada y a no desear nada de nadie. Aprendió a pasar desapercibida y eso no le importaba. Todo cambió tras una operación de reacondicionamiento del tabique nasal: el animalillo de cabeza rota, que aún guardaba una aprensión atroz al sexo masculino, se convirtió en una bella princesita imperturbable, severa y, por qué no decirlo, también anodina. Eso pude saberlo por las pocas fotos suyas que vi de aquella época. Tras aquellas inolvidables vacaciones en Kamakura, una vez consumada toda mi turbación y habiéndola idealizado hasta la caricatura, nuestros encuentros volvieron a ser estrictamente profesionales. Ella se había dado cuenta de cómo era yo realmente. Había defraudado sus expectativas. A ojos de los demás seguíamos siendo amantes. Seguíamos durmiendo juntos, pero ya no nos tocábamos. Lo estuvimos haciendo durante un tiempo para darle un toque hierático a nuestra alianza dentro de la corporación. Hasta que un día comenzamos a despellejarnos mutuamente a través del mail de la empresa. Inconscientemente lo hicimos para ser descubiertos. El resto fue tan fácil que aún hoy me cuesta reconocerlo. Su padre reaccionó de manera positiva, desde el momento en que entré a trabajar para él me había tenido en estima y, en lugar de matarme, tan sólo me retiró la palabra y me subió el sueldo. La separación de cuerpos fue fácil, teniendo en cuenta el historial de abandonos, rupturas, desencuentros, huelgas de hambre e intentos de suicidio que la precedían.
Pienso en ella y no la odio. Aunque, cuando me despierto por las mañanas, me entran ganas de estrangularla. Cuando la veo ahí echada con esos aires de ángel ciego, cadavérico, desmantelado como rapiña, me entran ganas de vomitar las opíparas cenas, las confesiones inútiles vertidas en ellas. Liberaría toda esa sangre que fluye bajo su piel tersa: una pleamar ácida, relente y dura como el océano. Sus pestañas, larguísimas, oscuras, glaciales como coños petrificados en almíbar, apuntan a mí sin mirarme, porque es un ángel ciego, abandonado a las fieras, que mira sin mirarme, que me mira sin ojos. Pienso en todas las mamadas que me ha hecho por las mañanas, después de haberla estado observando catatónico; pienso en su nuca caliente haciendo nubes que giran azul eléctrico como caballitos de mar a punto de nieve y me da pena. Siento lástima por ella. Por su cuerpo cansado y anodino.
Hoy he vuelto a dormir en su casa. Ángela ha comenzado a joderme la vida con sus lloriqueos nada más despertarse. Quiere que la lleve de vacaciones a Seychelles. Ha discutido nuevamente con su padre. Yo lo que quiero es que volvamos a estar bien. Una vez aplacado su lloriqueo, la señora Sakami ha entrado para abrir los paneles y servirnos el café. La señora Sakami es la masajista de mi ex prometida, vive con ella. Tiene cuarentaitantos y, a pesar de la increíble facilidad que tiene para quedarse dormida, es hiperactiva. A veces permanece en silencio, siesteando junto al naranjo del patio. Podría dormir perfectamente el sueño de los justos con una cigarra pegada a la oreja. Remuevo mi taza mientras me masajea los pies y me percato de que tengo un mensaje de mi amante en el facebook y que el café hoy es más amargo que de costumbre, debo tener las papilas gustativas atrofiadas por mi tendencia a los somníferos e hipnóticos de largo alcance o han cambiado de proveedor. Es un mensaje interrogativo: “¿Qué sonido hace una mano que aplaude sola?”. Qué estupidez. Ninguno, joder. Borro el mensaje. Apuro el café. Cojo el móvil. Voy a llamadas realizadas y borro su teléfono. Lo mismo hago con las llamadas entrantes. Me aseguro de no tener su número almacenado en la agenda o en alguna otra parte. Ésta no es la única técnica que conozco para controlar cierta pulsión mortífera que me pueda convertir en un ser perturbado y acechante. Mensajes errantes, mensajes que se empujan los unos a los otros a los charcos, mensajes que te pegan a la salida del colegio. El balón de oxígeno me ha durado hasta el medio día y luego he salido para el trabajo. Pero antes debía ir a Ni-Chome a recoger el portátil y mi coche. La JR estaría atestada. Julio podría llevarme en el Aston Martin. El tiempo del trayecto lo aprovecharía leyendo los últimos capítulos de Kawabata. Tal vez Deleuze, si hubiera conocido Lo bello y lo triste, la hubiera mencionado en Lo frío y lo cruel. Deleuze nos recuerda que hay que aprender a ser sujeto. Ser objeto es lo fácil. Recibir escupitajos en la cara dignifica la presencia extramoral del cuerpo. Lo arduo, lo verdaderamente complicado es ser sádico. Sádico de veras. Un puto místico en serie. Un ser sádico, reprimido, que en la infancia lee vidas de santos y en la adolescencia Julieta o el vicio ampliamente recompensado, absolutamente fascinado por la fuerza sobrehumana de la propia sangre, aleteante y comprimida bajo la piel, un placebo con disfraz de tigre, un peligro para la propia existencia. Entonces, aunque ya es demasiado tarde, caigo en la cuenta: Él (sujeto), por medio del engaño de la literatura, ha perdido su verdadera esencia, y ha de volver a los escarceos sádicos en el seno de la familia celestial. Ella fue quien me arrancó de la matriz y cocinó las vísceras a la madre de dios. La sombra de mi amante crece tras los innumerables objetos que acompañan las evoluciones de mi cuerpo desde que he salido de casa de Ángela acompañado por Julio. Como si llevara un petardo metido en el culo.
Mi cuerpo no esperaba verla. Verla a ella. No a mi compañera. No a Ángela: a ella. Su juventud contiene toda la crueldad, todas las conquistas del psicoanálisis, todas las maternidades. Su juventud es oral, limpia, buena, aplastante. Su cuerpo es el cuerpo de la niña-verdugo, el racionalismo de la violencia hecho carne. El cuerpo (mi cuerpo) seguro de sí mismo, el cuerpo y sus órganos, narcisista y dominante, quedará reducido a cenizas, peor aún, a los designios de una niña fría, maternal y severa. Ella estará ahora sentada en el pabellón de tiro, la señora Sakami le habrá servido té o café. Ahora mismo estarán hablando entre ellas.
Había ido a buscar a Julio al garaje pero no lo encontré allí. Fui al parking de la entrada, bordeando la mansión por el jardín de rocas y, en busca de él, me la he encontrado a ella, a la virgen de las rocas, agachada al lado del Aston Martin; la virgen helada con uniforme escolar de las hermanas adoratrices, desahogándose tras un macizo de bello estramonio. Su orina surcaba la piedra plana que hay junto al estanque y parecía cumplir el deseo de la roca. He fingido mirar hacia otro lado y le he comentado que en las oquedades de aquella misma piedra el maestro Shusaku, de quien fuera discípulo el propio Hokuba, deshacía su pastilla de tinta, con ayuda del agua que la lluvia matinal filtraba entre las ramas de los sauces, y que por ello se decía que el maestro “mojaba su pincel en agua de sauce”. El templete que la había cobijado en los primeros años del shogunato Tokugawa había sido devorado por las llamas doscientos años atrás, durante una tormenta de verano, y del lugar tan sólo había quedado la piedra Ki, plana, que sirviera como escaño de acceso al templete, en donde decían el maestro invitaba a sus amigos a beber sake bajo la luna y en donde, según las crónicas, untaba el pegote poroso de tinta azul con que inmortalizaría sus series de bambú y gorriones. Ahora no era tinta, sino el aceite de un Aston Martin despampanante, lo que honraba a la roca humilde: aceite, gasolina, anticongelante, las micciones propias de una criatura diabólica adicta a la sumisión evidenciaban el paso de los años que separaban aquella mancha oleosa, que aún parecía conservar rastros de tinta, de los pájaros petrificados del maestro Shusaku. “¿Qué coño estás haciendo aquí?”. La pequeña bestia no se molestó en darse la vuelta para contestar: “He venido a pasar unos días con ella, ¿no te ha dicho nada? Jódete.”
No pude evitar estrangularla. Mis manos rodearon su cuello estupefacto hasta que hizo clic. Como la pata de un insecto. Clic.
Pero eso sólo ocurrió en mi cabeza. No tuve agallas. Me despido de Keiko con una leve inclinación de cabeza y marcho con Julio, que se ofrece a acompañarme hasta Yasukuni Dori. Un hobre que duerme. De camino en la autopista no leo; me entra el sueño, estoy mareado. Durante un momento he creído tener un colapso respiratorio, así que Julio ha bajado la capota. Parece empeñado en llevarme hasta casa, pero yo insisto, prefiero caminar hasta Shinjuku y hacer algunas gestiones. Afuera el canto de las cigarras se expande por la ciudad como el cólera o la peste sobre París.
Junto a la estación de Shinjuku, en la salida este, compro una cámara de vídeo. Me siento un poco mareado. Es sumergible y apenas ocupa el bolsillo de mi chaqueta. Pago al contado. Ángela es para mí un coño cutre pero acogedor. Pero ella, la virgen helada de las rocas, es la muerte misma, la muerte que viene a visitarte en traje de baño tras una cena abundante y ahora, seguramente, estará hablando con ella, conjurando algún plan siniestro para destruirme. La cabeza me da vueltas. Tengo sueño, parece que me hayan echado arena en los ojos. Me dirijo en dirección al parque de Shinjuku Gyoen, pero al cruzar la alameda giro hacia el barrio marica. Ángela es fría, maternal y severa. Pero ella es la muerte que me llama "bella y dulce criatura" y me pide la mano. Quiere que confíe en ella, quiere que me deje caer en sus brazos como la vieja Muerte de Matthias Claudius. Schubert inunda Ni-Chome bajo el sol de la moneda, trepanando los cráneos de chaperos inefables que apoyan sus culitos lampiños en los bolardos de la calle trasera al edificio Bygs, que es donde dejé aparcado mi coche. Siento ardor. No debí tomarme ese café. Tengo calor. Me da vueltas la cabeza. Veo un reclamo de un antro que desconozco, el Red Monkey; estoy a punto de comprar tabaco en un dispensador del mismo portal cuando gritan mi nombre a mis espaldas.
No me ha dado tiempo a reaccionar. Me he girado y lo siguiente que he visto han sido las estrellas. Me han metido la cabeza en una bolsa. He escuchado la voz de Julio, llamándome maricón. O tal vez fuera "pervertido". He sentido otro golpe en la cabeza, esta vez un poco menos contundente que el primero y luego me han pisado la mano contra el asfalto caliente como una colilla, la mano derecha, hasta que ha hecho clic, hasta que han habido varios clics. Algo se ha roto. El corazón del mundo ha caído en la noche. Y ahora estoy metido en el maletero de mi coche, un coño primigenio y enmoquetado con olor a desinfectante que me llevará directo a las puertas del cielo.
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