Cada organismo alberga en su interior el método diáfano, la forma milagrosa de emerger y propagarse bajo la radiante luz de su mundo subjetivo para, de ese modo, restituirse en una nueva forma trazada en función a su aspecto perceptual. El límite del sujeto –yo mismo en este caso, desconocido para ti, querido lector, a pesar de mi aburrido ímpetu por subsistir– no puede establecerse con precisión académica. Hubo un tiempo en el que sospeché pecaminoso el pensamiento de acceder al “otro lado”; luego me entretuve en una época de escepticismo literario, plagado de secuencias típicas, como cuando te encuentras con un ascensorista que guarda un misterioso parecido a Wagner y crees haber tenido un déja vù. Entonces puede uno decir que ha comprendido el estupor de aquel poeta de Ixelles perdido en París. Me refiero al estupor de encontrarse a uno súbitamente atrapado en el interior de un acuario del Jardin des Plants, convertido en un batracio del género amblistoma, mientras un hombrecillo te mira con expresión alucinada desde el otro lado del vidrio.
Parafraseando a un crítico del hambre, el ser humano en general y el gremio de los enterradores en particular, a fuerza de contemplar la imagen del misterio, acaban por convertirse en el híbrido objeto de su curiosidad
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