Driving Esther

Del diario de Víctor Bonate
Sueño 22-02-83
La dirección del coche está bifurcada. El volante está en el asiento de atrás. Sentada en el de adelante, Esther controla los pedales. La coordinación es dificultosa. Intento esquivar el desastre a fuerza de volantazos, pero la velocidad está en otra parte; está en el filo de las uñas penetrando en la dermis, dentro de unos puños crispados. Solo puedo verle la nuca, pero también veo sus arrugas como surcos azarosos abriéndose paso bajo el grueso de un maquillaje aguachento, ya de por sí pastoso. Una caricatura más de si misma, avanzando sin saber hacia donde.
Tomamos Avenida Corrientes altura Talcahuano a toda velocidad hacia el cauce de la 9 de Julio, con el tránsito congestionado de las dos de la tarde cualquier día en semana. Por supuesto que es imposible, pero ahí esta la inercia, la pulsión del destino en una carrera de obstáculos, la mentira de huir hacia el futuro, aunque sea cualquier otro el que esté al volante. Seguimos bajando en dirección al puerto. Maniobro hacia el último carril izquierdo a la altura de Reconquista, intentando esquivar un camión de ganado imponente como un muro de carne. Yo pura resina; ella toda llama.
Algo golpea el capó del coche. Esther pega un grito que es como el sonido seco, terroso de una estampida. Puedo presentir todos sus movimientos cada vez que el pánico la azuza, porque digamos la verdad, solo es un detritus de mi imaginación, un cliché alelado de decadencia chic que en algún momento fue gracioso, pero ahora no, porque por un instante efímero como el parpadeo de una persecución, se revela como el titiritero en las sombras que realmente es.
Pisa el freno y el coche derrapa, y se estrella contra un poste de luz, unos metros más abajo, antes del cruce con la Avenida Alem. Había pensado que llegaríamos al río, para hundirnos bajo sus aguas negras y brillantes como la brea. A través de la luneta veo a alguien que corre hacia nosotros, haciéndonos señas. Un niño yace en el asfalto. El humo asciende desde la tracción delantera. Por fin hemos llegado. Esther se acomoda la ropa; ha recobrado la compostura. Su cabello rubio cae en bucles como un artificio icónico; como el retrato de Farrah Fawcett que colgaron en el Smithsonian como cabeza de turco.
Es el parpadeo de todos los obturadores el que nos excusa de nuestra actitud antisocial. El sigilo de los micrófonos ocultos que nunca aparecen. El chasquido de horror de lo cotidiano. Un miedo ancestral que en el fondo ella y yo sabemos muy bien de donde viene. Ella asumirá toda la culpa, sin embargo. Porque los coches con dirección bifurcada (sic) no existen. Porque yo quiero que arrastrarse por un hombre esté en su naturaleza. Porque prefiero desquiciarla enviándole mensajes glaciales en pruebas de polígrafo antes que aceptarla como lo que realmente es. Porque no voy a parar hasta hacerla mierda, y que de su nombre mancillado sólo quede el susurro de una leyenda urbana, de esas que se cuentan por los pasillos para asustar modelos primerizas.